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lunes, 12 de mayo de 2014

MELANCOLÍA.

Se encendió el foco. No se escuchaba nada, solo el silencio.
Arturo caminó desde el fondo hacia el filo del escenario,  con pasos firmes. Las pisadas retumbaban por toda la estancia al golpear la tarima. Golpes secos, seguros y elegantes. El foco le acosaba, dejando tras su paso oscuridad y calma.

Me pareció una eternidad pero al final llegó junto a la única silla, de mimbre y madera, marrón roble, recia  y austera. Se sentó, apoyó la guitarra en sus piernas, la izquierda ligeramente elevada, cerró los ojos y comenzó a tocar. Al inicio muy despacio, como si acariciara las cuerdas.

Lentamente despertamos de nuestro letargo. La piel de gallina, los músculos en tensión y a la orden de la guitarra empezamos a erguirnos.

Una luz tenue apareció tras nosotros, dibujando unas sombras elevadas, como si levitaran, a contraluz. El rojo se fundió con el negro y la luz parecía un atardecer sobre el mar y las montañas.

Al son de la música comenzamos a levantar las cabezas, alzar el cuerpo, los hombros se enderezaron, el abdomen se fundió con la espalda y sin quererlo aparecimos. Cinco figuras esbeltas y elegantes, queriendo tocar el cielo, atrapar alguna estrella con la punta de los dedos, con la barbilla, con el cuerpo, con el alma.

Movimientos suaves, mezclados con energía, con brillo y genio, todo acompasado con el sonido de nuestras respiraciones. Poco a poco el miedo se iba fundiendo con la música y apenas tenía presencia.

Arturo inició la escalada, el tono subió, se llenó de energía, su emoción era imparable y nuestros pies comenzaron como niños locos a seguir su ritmo, cada vez más frenético.

Vueltas y más vueltas. Las faldas al vuelo, formando figuras, como si fueran cortinas al ritmo del viento. Y al final lo inevitable. Los pies encabezaban una protesta, querían hablar, rítmicos, medidos e imparables.

Era el momento del trance, del no poder parar, solo una orden, la de la guitarra, podría lograrlo y lo logró, justo cuando el volcán hizo erupción.

Las telas rojas cayeron cual lava hirviendo y de repente cuando tornó a calmarse fue cuando lo escuchamos. Ese estruendo, ese ruido sin fin.
Aplausos. Alegres vítores, gritos de júbilo, que subían el volumen cuando nuestros suspiros agonizantes empezaron a cesar, cuando el cuerpo encontró la paz. Entonces abrimos los ojos y lo vimos. Un teatro lleno, un público en pie, aplaudiendo, gritando, felicitándonos.

Un esfuerzo que valió la pena, que brilló mientras duró. Pero todo en la vida es cambio, es elección. Siempre queremos más y a veces no recordamos que lo que pudo ser, ya sucedió.

DORO - FALL FOR ME AGAIN

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